Artículo extraido del blog ASA NISI MASA (https://blogasanisimasa.wordpress.com)
Por Mireia Iniesta y Lucas Santos
La bisabuela de uno de nosotros, tras acabar la guerra civil española, siendo viuda de republicano y en medio de una carestía sin precedentes, decidió emprender camino en pos de un lugar mejor en el que establecerse. Abandonó su tierra y recorrió 802,7 kilómetros a pie durante siete largos meses. Al llegar a su destino y no tener ningún refugio en el que guarecerse, se cobijó bajo un puente durante semanas. Sus días a la intemperie acabaron gracias a una chabola construida durante la noche frente al mar, propensa a inundarse cuando subía la marea. La tierra prometida no ofrece más que aridez: ¿cómo vertebrar la cotidianeidad después del horror? Ésa es la cuestión central, o una de las cuestiones centrales, de Tierra de leche y miel, film documental de Héctor Domínguez-Viguera, Carlos Mora y Gonzalo Recio.
Nada nos advierte al respecto pero se da la circunstancia de que los tres escenarios en los que transcurre la película -Bosnia-Herzegovina, Georgia y Grecia- corresponden a los confines del viejo imperio otomano, como también los territorios -Abjasia y Siria- en los que se han librado los conflictos que, junto con la guerra de Bosnia, reverberan tras las imágenes del film, un paisaje de personas desplazadas y duelo por los ausentes. El imperio turco cubrió, en las diferentes fases de su expansión, toda esa área, es decir, unos territorios del sudeste europeo y de Oriente próximo que revisten una especial importancia histórica precisamente por haber incubado varias de las guerras que han marcado el mundo contemporáneo, desde el estallido de la Primera Guerra Mundial tras el atentado de Sarajevo hasta la guerra civil siria, cuyos rescoldos aún no se han apagado. Y es también a través de esas tierras por donde se desarrolla el errático viaje de A, el protagonista de La mirada de Ulises (To Vlemma tou Odyssea), en busca de las latas que presuntamente contienen las primeras imágenes filmadas en Grecia, al principio de la historia del cine. En el film de Theo Angelopoulos, los avatares históricos que han marcado los países de la península balcánica están y no están, pueblan la imagen de manera indirecta en forma de reminiscencias, extraños flashbacks o sonidos que nos llegan a través de la niebla. En Tierra de leche y miel, la presencia de la guerra es también indirecta: está en las conversaciones de unos padres refugiados en Grecia con su hija instalada en Alemania, en el cuidado de las tumbas donde reposan los caídos durante la violenta descomposición de Yugoslavia, etc.
Las primeras imágenes que acompañan al prólogo evocan la idea de no lugar, planos fijos de espacios urbanos cuyo vacío materializa la esencia de aquello con lo que cuentan las víctimas o los refugiados de cualquier guerra: la nada. Esas ciudades evidencian un mismo escenario para todos los personajes que viven en la domesticidad de ese vacío, en tierras que les son ajenas. Son frecuentes los planos fijos de unos personajes que parecen vivir suspendidos en el tiempo, en un estado estacionario y una cotidianeidad también estacionaria a la espera de un Godot que adopta la forma de una casa comunitaria o de un futuro mejor. Aunque el cielo sea igual en todas partes, como anuncia el título del primero de los cinco capítulos, una de las niñas insiste en defender que las estrellas son mucho más grandes en su ciudad de procedencia. Hijos e hijas -vivos o desaparecidos- constituyen la piedra angular del texto fílmico.
Adolescentes y niños que rezan de espaldas a nosotros, que observan la ciudad desde un teleférico también de espaldas o que, cuando avanzan, lo hacen de nuevo de espaldas a la cámara: así expresan la voluntad radical de encaminarse hacia un nuevo futuro y de alejarse de la quietud de sus padres, que tan bien retrata la misma cámara. En Tierra de leche y miel, más allá de la vergüenza de su condición, la infancia está cargada de futuro. Desde el momento en que es capaz de exorcizar los horrores de la guerra a través del teatro. Desde el momento en que un niño ve reflejada en la misma televisión que su abuelo la imagen de un par de globos aerostáticos e, inmediatamente después, pasamos por corte al plano aéreo y real de esos mismos globos. Como si su mirada infantil fuese el vehículo de alguna especie de realismo mágico capaz de obrar el milagro. La foto que un padre le hace a su hija con el móvil, en el mismo trozo de tierra que albergó un campo de refugiados, es una prueba más de que la descendencia es la única capaz de resignificar los lugares. Quizá sea verdad que el cielo no es igual en todas partes y que los hijos e hijas de la guerra sean los únicos capaces de marcar el camino. Vivos o desaparecidos.
Las imágenes del film, en definitiva, se sitúan en el otro extremo de las que busca A en La mirada de Ulises: no son una visión primigenia procedente del origen del siglo del cine sino, por el contrario, imágenes del final, el retrato de los hijos desheredados de la historia, humillados y desplazados después de crueles conflagraciones, en este tiempo digital que marca una más entre las muchas muertes del cine. Como si la película de Angelopoulos y Tierra de leche y miel establecieran una comunicación secreta, involuntaria e inesperada, eligiendo las viejas tierras otomanas como una región del mundo donde simbólicamente empieza y acaba nuestra historia, describiendo un largo arco temporal que da cuenta del valor testimonial de la imagen desde los días del nacimiento del cinematógrafo hasta el presente.